EL HOMBRE QUE LLEVÓ
EL CINE A GIANCAXIO
por Agostino Spataro
Joppolo
Giancaxio, fuente publica, 1954
Una introducción necesaria
Días atrás (el 11 de abril de 2012), los
periódicos locales publicaron en primera plana la noticia del arresto, en
Puerto Empédocles, de un peligroso prófugo descubierto por la policía, dentro
de un hueco de su propia habitación luego de diez meses de búsquedas, aún en el
extranjero.
Vale decir: el prófugo no se había alejado
jamás de su casa.
Sucede. Especialmente con los grandes prófugos
mafiosos y de la camorra.
Por este motivo, uno espera que haya sido descubierto un
peligroso jefe del crimen organizado.
En cambio… del hueco salió Armandino Lo
Cascio, convertido en fugitivo a causa de una condena por “stalking”, o sea,
por causar molestias a una señora.
Desconociendo los términos de esta triste
historia, no deseo entrar en el ámbito de las investigaciones y sus relativos
procesos, confiando hasta prueba contraria, en el trabajo de las fuerzas del
orden y en el prudente juicio de los magistrados.
Sin embargo, confieso que me resulta
problemático ver en el rol de un acosador maníaco a aquel muchachito delgado y
un poco introvertido que conocí a mitad de los años cincuenta como el hijo y
colaborador del hombre que llevó el cine a Joppolo Giancaxio, mi pueblo.
Obviamente, tales cualidades no lo absuelven
de los eventuales errores cometidos en los años posteriores.
Sin embargo, entre el hecho actual (del cual
es víctima una señora de bien) y sus antepasados no existe ningún lazo.
Si a los Lo Cascio los recuerdo es sólo por su
valor humano, evocativo, y también para hablar de los retorcidos caminos por
los que pueden tomar nuestras vidas.
Lo que me presiona es evidenciar el aporte
cultural que mediante el cine, la familia Lo
Cascio dio a la pobre vida cotidiana del pueblo.
El cine, de hecho, abrió de a poco las puertas
de un mundo para nosotros desconocido, fascinante, que se desarrollaba entre el
sutil límite de la realidad y la fantasía.
Por esto fui a desempolvar este apunte que publico,
todavía como borrador, en mi blog montefamoso.blogspot.com:
1... Me cruzo con el señor Gianni mientras baja por la calle Atenea del
brazo de su mujer, la
señora Tanina.
Los veo después de muchos años. Son dos
viejitos todavía en forma, hijos de otros tiempos.
Nuestra generación, la primera de la segunda
posguerra, estaba entre la época pasada y la que recién comenzaba. Entre una
Italia campesina, provincial y fascista y la Italia democrática del milagro económico; de la
escuela secundaria y de las comunicaciones de masa.
En el fervor de aquellos años, muchos, los más
ancianos, se quedaron en la época anterior, mientras que los más jóvenes
probaron de superarla, algunos hasta buscando suerte en el extranjero.
También a los pequeños pueblos rurales llegaron,
lentos y desfigurados, los ecos y las herramientas de la vida nueva.
El cine, por ejemplo, del cual nos ocuparemos
en este texto, llegó a Joppolo Giancaxio en 1954, sesenta años después de su
invención por parte de los hermanos Lumiére.
También éste atraído por el bienestar
repentino creado por la presencia de los norteamericanos de la Gulf Oil Company
que buscaban el “oro negro” en las vísceras arcillosas de Montefamoso.
Recuerdo esos dos años en los cuales nos
ilusionamos. Había trabajo para todos y por primera vez nuestros campesinos
tuvieron la oportunidad de ver un sobre que contenía sus salarios.
Con los salarios llegaron las radios y los
tocadiscos; y con ellos la música moderna y las noticias de lugares lejanos.
El petróleo atrajo juglares, ilusionistas y
vendedores de sueños y espejitos de colores.
Escena de “nueva frontera” que en poco tiempo
desapareció porque debajo de Montefamoso no se encontró petróleo si no un río
de aguas amargas.
Es verdad, fue sólo un espejismo, pero nos
hizo vivir nuestra porción de felicidad.
2... El cine lo trajo el señor Gianni Lo Cascio desde Palermo.
Llegó una tarde de septiembre a bordo de un
camioncito decorado con vírgenes y caballeros saracenos, que transportaba
apretados en la caja a una familia rubia y un montón de muebles junto con una
Vespa gris.
Eran el señor Gianni, su mujer Tanina y sus
dos hijos: Armando, flaco e introvertido; y Franco, gordo y expresivo.
Estábamos jugando descalzos en la plaza con
una pelota de trapos y en seguida corrimos a ver el camioncito del que por
último descargaron una caja grande de madera que trataban con mucho cuidado,
como si contuviese las reliquias de un santo.
Para frenar nuestra invasiva curiosidad, el
señor Gianni nos reveló el secreto: la caja contenía el aparato para montar un
cine.
“Les hemos traído el cine, el séptimo
arte” – exclamó. “¡Algo jamás visto en Giancaxio!”.
¡Cuánto tiempo pasó! Los juegos, los amores,
la gente, los rostros, los nombres, sobrenombres, los pueblos… todo desteñido,
esfumado. Sólo imágenes desenfocadas, figuras inciertas que se identifican por
lo que alguna vez fueron.
Para mí, los Lo Cascio son el cine y nada más.
Sobretodo el señor Gianni, el operador. No
logro imaginarlo de otra forma que no sea en su rol de operador. Es el hombre
de las maravillas, el que llevó el cine a Giancaxio.
Hoy, aquella sala, tomada por un depósito, no
existe más. Fue demolida con el resto de la casa, donde vivían los Lo Cascio,
para crear un pasaje hacia algunos terrenos edificables de otra forma
inaccesibles.
Una herida en el pueblo que algún chistoso del
municipio se atrevió a llamar calle Empédocles.
Tal vez para establecer una conexión impropia
con el famoso “valle” que el filósofo hizo cavar sobre las montañas naturales
de Akragas para hacer entrar el viento frío del norte y secar los pantanos, en
el valle, infectados de malaria. En nuestro caso, fue creado un corredor en el
cual, más que la gente, pasa el gélido viento que en invierno molesta el paseo
en la plaza principal.
3... Hélos aquí entonces a los dos viejecitos de nuestro cine, aquel de las
grandes pasiones de amor, de las grandes carcajadas, de las películas de Totò y
de Ridolini, de los indómitos cow-boys, bajar por este corredor de vitrinas
donde se reflejan los deseos insatisfechos de los habitantes de Agrigento.
No obstante la avanzada edad, el señor Gianni
es siempre él mismo. Delgadísimo y rubio, cortés y ubicado en los modales,
prolijo en el vestir: saco, corbata y pantalones bien planchados con raya;
zapatos lustrados como sus raleados mechones de cabello.
Sobre su rostro la única novedad digna de
atención son un par de anteojos claros con el marco de oro.
Estas pocas pinceladas creo que son
suficientes para presentarles al señor Gianni o “el hombre de las maravillas”.
En aquel pueblo de trabajadores pobres, antes
del cine no se había visto jamás algo así de excitante; además de la gigantesca
sonda construída por los norteamericanos sobre la cima de Montefamoso al centro
del inmenso cráter, que podía ser vista desde lugares lejanos; especialmente de
noche, cuando quemaba su lengua de fuego que encendía en nosotros la esperanza
del progreso y de la libertad.
Alguien la comparó con la torre Eiffel que en
París atraía millones de turistas y en Giancaxio atraía miles de técnicos y
operarios.
Aquella torre era nuestro tótem a quien
pedimos un milagro tal vez demasiado grande: frenar la emigración y hacer
volver a los habitantes de Joppolo Giancaxio desparramados por los continentes
más remotos.
Y así, sin querer, nos volvimos adoradores de
nuevos ídolos paganos y del fuego eterno, similares a neoadeptos de la religión
de Zarathustra.
4... En aquel tiempo en Joppolo, las formas del espectáculo moderno eran
casi desconocidas.
Se recordaban a los malabaristas y actores
vagabundos que de tanto en tanto venían durante los años tristes de la guerra.
No eran compañías de teatro, sino familias de
artistas improvisados o en decadencia, desesperados y hambrientos que escapaban
de las ciudades bombardeadas para buscar refugio en los míseros pueblos del
interior (que la guerra afortunadamente olvidó). Era en estos pueblos donde
mostraban sus habilidades por un trozo de pan o algún huevo fresco.
Era común el varieté en el cual la
protagonista obligada era la mujer que hacía de todo, o sea, la mujer del
dueño; de día madre dedicada y de noche actriz, cantante, bailarina de can can
y asistente del poco hábil marido-mago que no siempre lograba encantar al
público. Especialmente cuando el conejo no salía del cilindro. El hombre la
reprendía falsamente para justificarse a los ojos del público inmóvil. El
animalito jamás podría aparecer porque lo habían comido el día anterior, por
hambre. Asistente, bailarina y a veces después del espectáculo se adaptaba a
algún que otro trabajito “extra”.
El único canal de comunicación, el único cable
que conectaba a Joppolo Giancaxio con el mundo eran aquellos cuatro o cinco
aparatos de radio que chillaban en las casas de algunas familias pudientes que,
de hecho, ejercían el monopolio de la información.
Quien tenía una radio se comportaba como
patrón de las noticias, que seleccionaba y manipulaba a su antojo y luego
difundía en las conversaciones en los círculos, en la peluquería o en la plaza.
El señor Amerigo fue famoso por haber sabido
administrar su “poder” mediático con una maestría proverbial, como si las
noticias las fabricase él mismo.
Cada tanto llegaba también un
“cuentahistorias” con sus lamentos por las injusticias sufridas por el pueblo.
Sólo lamentos y llantos. Nada de progreso para los sicilianos. Y ni que pensar
una revolución.
“Munnu ha statu e munnu è” (mundo fue
y mundo es), solía repetir el sacerdote que temía cualquier movimiento, o peor,
cualquier cambio en la conciencia de sus fieles.
Con la llegada de la democracia y de la
inesperada libertad (el verbo es exacto porque democracia y libertad llegaron
desde afuera, no nacieron en el lugar) hubo un poco de confusión también en las
tradiciones. Algunos cuentahistorias llegaron a confundir a victimarios con las
víctimas.
Fue emblemático el caso del “lamento por la
muerte de Turiddu Giulianu” difundido por Cicciu Busacca que, tal vez
involuntariamente, contribuyó a acreditar a los ojos de los campesinos la
fábula del bandido bueno, aunque en la ciudad de Portella había cometido una
masacre de estos.
5... En Giancaxio el cine fue una verdadera revolución porque rompía la
capa opresora de ignorancia y de resignación que por siglos había informado y
alimentado a la llamada “cultura campesina”.
Un buen invento de los astutos de las altas
esferas del poder que bajo la cáscara de la cultura, se esforzaban en continuar
las tradiciones para mantener esclavos a pueblos enteros.
El cine destruía el viejo mundo y abría hacia
otros desconocidos; hacía soñar, fantasear, viajar, conocer otras ciudades,
otra gente.
Estaban los informativos, que ilustraban el
fervor y los progresos de la “reconstrucción” económica de la nación. Y también las
superproducciones de guerra e historia antigua, las aventuras de Tarzán y de El
Zorro.
Fue el cine, no Cristóbal Colón, quien nos
hizo descubrir América.
Sobretodo la América “buena”, o sea los
Estados Unidos, para hacer la distinción de las otras “américas” del centro y
del sur, evidentemente menos “buenas”.
Las “americanadas” (western, dramas,
humorísticas con El Gordo y el Flaco, los policiales) ambientadas entre Nueva
York, Chicago y Los Ángeles, nos transportaban a mundos nuevos, brillantes,
hacia los cuales desde Giancaxio muchos partieron y muchos otros estaban listos
para partir.
El señor Gianni proyectaba lo que le pasaba el
convento, o sea, el distribuidor de Agrigento. La señora Tanina estaba
en la caja. Los
precios de las entradas oscilaban entre las 20 liras los adultos y 10 liras las
mujeres y niños. A las mujeres, se les concedía un descuento para estimular la
asistencia porque sala era frecuentada generalmente por hombres y niños
ruidosos.
6... Era raro que las mujeres vayan al cine (cinamu), y si iban lo hacían
siempre acompañadas de sus maridos o algún otro pariente íntimo. El día
preferido era el domingo a la tarde, donde el señor Gianni ofrecía una película
serena y divertida: una cómica de Totó o un drama lacrimógeno con Rossano
Brazzi, Amedeo Nazzari o Anna Magnani.
Los film más atrevidos o de violencia pura los
pasaba los días feriados.
El cine fue también el descubrimiento de las vampiresas
de grandes piernas, de los besos apasionados, de las traiciones…
El hombre de Giancaxio y los mismos jóvenes
descubrían así una mujer nueva, bella, provocadora y desinhibida que ni en
sueños podían imaginar.
Sì, porque para manifestarse, también los
sueños necesitan de un modelo del cual inspirarse.
Y en nuestro imaginario colectivo no existía
un modelo femenino así de fascinante y atractivo.
Después de una hora y media de proyección se salía de la sala con la mente confundida, al borde de un remolino de ardores sexuales que no se sabía cómo ni dónde ir a liberar.
El cine, en resumen, nos hizo descubrir otro
universo femenino del cual se originó, sin piedad, la comparación entre
nuestras mujeres, modestas y peleadoras, y las fabulosas bellezas de Hollywood
y de Cinecittà que tantos problemas generaron en las familias.
Las esposas, cansadas por el trabajo y las
privaciones, no entendían qué cosa estaba sucediendo con sus maridos, que de
improviso se volvieron exigentes y quejosos.
En sus encendidos sermones, el cura señaló al
cine como la causa de tal desorden; aquellos palermitanos habían traído el
escándalo que minaba la paz y la unidad de las familias.
Las mujeres afligidas que habían sido
excluídas por el cine no podían, ni aún queriendo, imitar aquellas vampiresas
que turbaban a sus maridos, los que no encontrando la solución en sus hogares
volvieron a las casas de citas y a los prostíbulos de la calle Gallo.
7... Por la mañana, el señor Gianni volvía de la ciudad a bordo de su Vespa
gris perla con las “latas” (que contenían las películas) y las
publicidades.
Después de almorzar, bajaba sonriente y
esperanzado a la calle para exponer sobre la pared externa de la sala los
afiches (uno pequeño, otro formato “elefante”) clavados en dos recuadros hechos
de madera artificial.
Nosotros esperábamos, impacientes, por ser los
primeros en aprender los títulos y el elenco de la nueva programación y un poco
fantasear con las fotos que dejaban entrever las más bellas aventuras.
Podíamos hacerlo ya que nosotros, niños de
escuela primaria, éramos los primeros entre el público que sabía leer y un poco
también escribir.
Cada tarde un nuevo título. Sólo el sábado y
el domingo el señor Gianni proponía la misma película; generalmente una
superproducción o un gran drama que atraía a las familias por completo.
Nos interesaba saber el nombre de los
protagonistas, sobretodo de “u picciottu” (el protagonista masculino) y “a
picciotta” (la protagonista femenina), para informar a los grandes cuando
volvían de los campos.
La pregunta era siempre la misma: “Chi
cinamu fannu stasira? Cu ci travaglia?…” (¿qué película dan esta tarde? ¿quién trabaja?)
Con el verbo “travagliari” nuestros campesinos
equiparaban el rol de los protagonistas de aquellas brillantes películas a su
trabajo ingrato y masacrante.
El nombre del “picciottu” estaba destacado en
el afiche con caracteres cuadrados y con una foto, por ello era fácil
individualizarlo. Algún problema surgía cuando en el film había un
co-protagonista.
El señor Gianni se encargaba de aclarar todo
en persona cual crítico de cine improvisado y nos hacía, con su agradable
acento palermitano, comentarios siempre positivos y atrayentes:
“¡Un cañonazo muchachos! Díganlo en casa, se
los recomiendo”
En aquellos tiempos, no obstante se había experimentado
la terrible bomba atómica, era aún el cañón el arma más poderosa. Y por lo
tanto, “cañonazos” a troche y moche.
8... Atraían mucho los film de guerra, de batallas memorables y crueles, de
matanzas entre bandas de gángsters, de pistoleros, de golpes y huesos
despedazados. En resumen, sangre a ríos y prepotencias por doquier para
nuestras mentes confundidas y complacidas.
Algunos actores interpretaban roles fijos, por
lo tanto era fácil prever los resultados.
Amedeo Nazzari era siempre el héroe positivo.
Paul Muller casi siempre el odiado “traidor”.
Sí, porque en los film debía haber, y casi
siempre había, uno o más héroes y un “traidor”, como sucedía en la vida real o
imaginaria.
Los personajes del cine entraron en nuestras
vidas, en nuestro imaginario. Cada uno se identificaba con su actor preferido e
imitaba sus aventuras. Hasta las más arriesgadas.
Quedábamos encantados delante del “piciottu”
que escalaba la áspera pared de un castillo o de una roca tambaleante sobre el
mar.
Nadie nos había dicho que en la escena, el
actor había sido sustituido por un doble.
Con la imitación nacía el comportamiento. Se
terminaba por ser insertados en un catálogo humano que se definía según los
roles cinematográficos predilectos.
Para señalar a un jóven corajudo y valeroso se
decía “un espadachín de Francia, un mosquetero”, un “D’Artagnan”; a un hombre
forzudo un “Urso” o un “Hércules”. Y también muchos “Carnera” y “coboi”.
Rossano Brazzi, “tombeur des femmes”, era el ídolo amado y odiado por todos.
En general, las películas tenían una o más
repeticiones y una cola que se extendía hasta dentro del negocio del sastre,
del peluquero, del talabartero y tantos otros. En las lluviosas tardes de
invierno, en estos lugares privilegiados para socializar se narraban, se comentaban
los film de la tarde anterior a beneficio de aquellos que no los habían visto.
Muchachos a Joppolo Giancaxio
Un clavo saca a otro. De esta manera el cine
estaba progresivamente sustituyendo, también dentro del ambiente artesanal, el
rol de los poetas y de los fabuladores; sus improvisaciones, discusiones
poéticas y sus historias de la guerra y la emigración.
Un ejercicio colateral en el cual cada uno
reinterpretaba las escenas según su temperamento, adaptándolas a las
circunstancias y a los oyentes.
Se ponía énfasis en las acciones más cruentas
para impresionar, con sangre, la mente de la gente más simple o las
fanfarronadas más estúpidas para generar la risa.
En las escenas de amor había una especie de
autocensura. Por propio pudor y para no escandalizar a los niños.
De estos episodios se daba sólo un indicio,
dejando a quien escuchaba la facultad de interpretarlo, de imaginarlo por sí
mismo.
Los film más inocentes eran comentados también
en las casas a los más chicos y a las mujeres cuidando de no perturbar sus
mentes aún no preparadas.
En resumen, el film seguía siendo “proyectado”
en todos los rincones del pueblo. De este modo los personajes del cine se
volvieron populares y conocidos también por quienes no los habían visto en
escena (travagliari).
Sobre las opiniones de las mujeres no se sabía
nada. Las pocas que iban al cine no podían emitirlas en público, ya que la sola
identificación con una actriz famosa las habría catalogado como mujer de
costumbres fáciles. Y adiós matrimonio.
9… Para muchos de nosotros, sobretodo niños y jóvenes, el cine se había
vuelto una necesidad como el agua y el pan. No queríamos perdernos una sola
película. Todas las tardes el mismo problema: encontrar las veinte liras para
la entrada o algo para el canje.
Hacíamos saltos mortales para juntar la
fatídica cifra, pero no siempre los esfuerzos eran coronados con el éxito.
Se rogaba en las casa con las madres que,
pobres, no podían y se iba de las tías o las abuelas donde algo se obtenía.
En casos extremos se recurría también a ventas
clandestinas de productos tomados del almacén familiar: un kilo de grano o de
arvejas, o una pechera de fresco y delicado algodón.
El asalto incluía también la cocina donde cada
tanto desaparecía una sartén de cobre o de aluminio que vendíamos, por pocas
liras, a don Caliddru, propietario de un compra-venta que vivía a duras penas
de este miserable comercio.
A veces hasta un huevo se podía canjear por
una entrada, sólo con la proyección ya comenzada.
La señora Tanina era severa. Difícilmente se
conmovía por nuestras dificultades.
El señor Gianni observaba la escena y las
protestas de sus jóvenes clientes que amenazaban con abandonarlo e irse al cine
improvisado y casto del oratorio.
Sí, porque el cura temiendo que sus fieles,
especialmente los grupos de chicos, se vuelquen a la vía de la perdición, había
comprado apresuradamente un proyector y cada tarde ofrecía un film de las
Paulinas.
La entrada era gratis para todos los que
frecuentaban regularmente el catecismo.
Pero no obstante la gratuidad pocos miraban
las películas del arzobispo: demasiado recatadas y aburridas.
El oratorio se encontraba de frente al cine
del señor Gianni, a poco más de cincuenta metros.
Las dos salas estaban enfrentadas, se
desafiaban hasta el último espectador.
Cada tarde la misma escena, la misma espera.
El cura se indignaba al ver a aquellos muchachitos detrás de la puerta de la
“palermitana” que rogaban para poder entrar en aquel burdel.
El cura no tenía dudas: el cine era un arte
maléfico, subversivo, que desvía y corrompe a la juventud y también a aquellos
ignorantes con los pies embarrados. El cine, con todas esas prostitutas en
celuloide estaba vaciando las iglesias.
Antes de comenzar la proyección, el cura
esperaba el fin de nuestras tratativas con la señora, con la esperanza que
alguno, indignado, volviera a la casa del Señor. Pero esto sucedía rara vez.
10... Por otra parte, el señor Gianni, más tierno de corazón o tal vez más
calculador que su mujer, pensaba que “Ogni
lassatu è pirduto” (cada abandonado es perdido) y que convenía tomar lo
poco que los chicos ofrecían.
“State boni e muti, ci parlo io con
la signora” (Pórtense bien y quédense callados, hablo yo con la señora).
La señora, celosa de su rol, no quería que su
marido se entrometiera en los asuntos de la boletería. Estaba convencida que
son su proceder habría enseñado a aquellos pequeños villanos cómo debían
comportarse y sobretodo a pagar por completo el boleto de entrada.
La señora venía de la capital y no soportaba
aquella banda de impertinentes detrás de la puerta. “Signù, signù mi fa trasiri cu deci liri? Dumani
ci portu u restu. Signù mi fa trasiri cu du ova? Sono frischi, frischi, di
stamatina” (Señora, señora, me hace entrar con diez liras? Mañana le traigo
el resto. Señora me hace entrar con dos huevos? Son frescos, frescos de hoy a
la mañana)
Todas las tardes las mismas súplicas. La
señora no aguantaba más y descargaba una serie de coloridos insultos en
dialecto palermitano que, por cierto, no ayudaban a su femineidad.
Al fin casi siempre la puerta se abría y
corríamos a sentarnos en el piso, delante de las primeras filas.
A veces, la cajera se enojaba y no nos admitía
en la sala. Este era el lado triste del cine. La última esperanza estaba
depositada en la llegada con retraso de algún pariente sobrecargado con
maquillaje y brillantina que interrogaba: “A
tia chi fa ccà?” (¿y tú que haces aquí?)
Lo intuía pero le gustaba humillarte para
luego tenerte entre las espirales de su generosidad.
“Nenti, mi mancanu cincu liri” (nada,
me faltan cinco liras)
“Veni ccà, veni cu mia ca ti fazzu trasiri” (ven aquí, ven conmigo que te hago entrar)
Corrías hacia él con mirando al suelo como un
perro golpeado, pero íntimamente con la seguridad que te iba a hacer entrar.
El vendedor de agua
Podía suceder, además, que te ofrezca la
entrada íntegramente a costo suyo y de esta manera te quedaban en el bolsillo
las liras para una gaseosa que vendía Bastianazzu en el intervalo.
El film y la bebida. Era esto el máximo al que
podíamos aspirar.
Cuando nos tocaba quedar afuera había escenas
de dolor, de sufrimiento.
Se sentía correr la película, su susurro
típico, las notas de la columna sonora que se filtraba por debajo del portón.
Una especie de suplicio de los excluidos. No entendíamos por qué no podíamos
estar adentro con nuestros amigos que estaban ya debajo del telón con los ojos
abiertos casi sin parpadear.
Durante la proyección, especialmente en las
primeras filas, sucedían las cosas más bizarras.
Los espectadores interactuaban con las
escenas.
Estaba quien, aterrorizado, cerraba los ojos
para no ver al cruel asesino y rogaba a quien tenía a su lado de avisarle
cuando el cadáver desaparecía; quien se exaltaba cuando “llegaban los
nuestros”, por lo general la caballería, y explotaba en un grito liberatorio
más fuerte que el de los asediados en el fortín; quien se dejaba llevar por la
pasión de amor de los protagonistas y lo acompañaba con un movimiento frenético
de la mano…
Estaban también aquellos que, para protestar
contra un abuso cinematográfico, escupían a ciegas contra los espectadores y
provocaban los gritos feroces de quienes resultaban damnificados. Esto también
era el cine en Giancaxio. Una copia de lo que se vio en el film de Giuseppe
Tornatore “Nuovo Cinema Paradiso”.
11… El
negocio funcionaba. La sala era casi siempre llena. La familia del
señor Lo Cascio creció en número. Sus hijos se integraron rápido en la escuela
del pueblo. Eran vistos con un poco de envidia porque eran los hijos del
“cine”, o sea del señor Gianni que para todos era el cine en persona.
Pero algún problema comenzó a verse en los inicios de los años sesenta
con la llegada de la televisión, que en Giancaxio hizo su tímido ingreso en las
casas de las pocas familias adineradas y de algún que otro empleado que
compraba en cuotas.
El que no podía permitirse la compra de un
televisor iba de los parientes o de los vecinos, donde se entraba sin boleto y
sin huevos.
Sobretodo el sábado y el domingo por la tarde,
donde siempre había un programa de canciones o alguna obra que mantenía
cautivos a los espectadores por meses y meses.
Además los programas de televisión eran aptos
para grandes y chicos. Y también las mujeres podían acceder al espectáculo y
fueron admitidas a la platea televisiva.
La
TV provocó una suerte de revolución
cultural de masa.
Con la difusión del televisor (años setenta)
comenzaron los problemas para el cine. Especialmente para las salas de los
pueblos del interior.
La crisis golpeaba a las puertas del cine,
pero el agrimensor Lari no la escuchó y abrió otra sala en el pueblo.
Un “señor cine” se ufanaba Lari, con una
amplia platea popular con sillas de hierro fijadas al suelo para evitar que
fueran usadas como “objetos contundentes” durante las frecuentes peleas, y una
cómoda tribuna, dotada de sillones de madera para las familias más pudientes.
La publicidad era elocuente y polémica: “Finalmente un verdadero cine en Giancaxio:
el cine Castello. Espectáculos para grandes y chicos”.
El señor Gianni, indignado por aquella
publicidad desleal y desdeñosa, respondió con fuertes descuentos y una
programación más competitiva, hasta a veces atrevida.
La señora Tanina maldecía, desde la mañana a
la noche, a aquel agrimensor y al cura que lo financiaba.
Entre los dos cines se desencadenó una
despiadada competencia, sin darse cuenta estos que el enemigo común era aquella
caja mágica que estaba vaciando las salas.
Luego de un par de años cerraron ambos. De
esta manera terminó la breve historia del “cine” en Giancaxio.
Pasaron casi sesenta años y nadie los
resucitó.
Para el señor Gianni fue un verdadero drama:
quedó sin trabajo y con una familia numerosa a cargo y fue obligado a cambiar
de oficio. La familia abandonó el pueblo definitivamente. Sólo la señora
Tanina, la que más lo despreciaba, volvió. Pero muerta, porque en Agrigento no
había para ella una tumba apropiada.
Agostino Spataro
* A propósito del film premio Oscar “Nuovo
Cinema Paradiso” de Giuseppe Tornatore me queda una pequeña curiosidad. El
pueblo no tanto imaginario (Palazzo Adriano) se llama Giancaldo, mientras que
el nuestro se llama Giancaxio y es el único en Sicilia que puede tener una
homonimia cercana, una semejanza que va bien más allá de la raíz común.
Difieren, de hecho, sólo las tres letras finales (xio y ldo).
Pregunta: ¿Tornatore inventó su Giancaldo
partiendo del nombre Giancaxio?
Obviamente, cualquiera sea la respuesta, no
cambiaría nada.
Es sólo una curiosidad de ciudadano.
Joppolo Giancaxio, 14 de abril de 2012.
Foto: archivio Filippo Vecchio
Traduzione dr. Ulises Rossi, Buenos Aires,
aprile 2013.
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